sábado, 13 de julio de 2013

Vinos sin copa

 

Yo me consideraba racista, hasta que conocí a Concha Buika.

Mondragón de Malatesta  







Boca de mujer.

Aquí,
donde yo veo un hoyo negro
con lengua
tú ves
la voz
que es más mujer que voz
según mi yo.

Ahí
donde yo pongo parte de mi semilla
existe la lengua de una mujer.

es voz
que es más mujer que voz
según tu yo.

Entonces
donde existe una boca de mujer
existe el falo de un hombre.





Vino tinto. 

Abrí una botella de vino, chileno porque no importaba de dónde fuera, aunque guste más de los españoles. Abrí una botella de vino mientras tú te subías las bragas, me dabas la espalda y el culo, y tus caderas lo eran todo mientras el vino corría por mi lengua, lengua que minutos antes corría por tu sexo. Luego en un movimiento extraordinario, te colocaste de una el vestido, que evitó siga viendo tu hermoso culo. Sin dejarme un beso te marchaste, eras la prometida de mi hermano, la hija engreída que mi padre no tuvo. ¿Qué importaba si me querías?, es verdad que yo sólo apetecía verte el culo desnudo y tus caderas únicas. Porque eras hermosa desde tus dorados cabellos hasta tus profundos ojos verdes y grises. Los veranos que llegabas de visita eran como el mar y su distancia, y en invierno, para cuando te marchabas, tus ojos eran  grises y oscuros. Es verdad también que follábamos a escondidas muchas veces, y resultaba un poco triste despertar a la mañana siguiente sin estar uno a un lado del otro. Yo moría por verte andar hasta el cuarto de baño y recorrer toda tu espina con los ojos, desde la cama mientras bebía una botella de vino, como ahora, que cierras la puerta tras de ti y yo quedo angustiado, casi agotado, pero sin ti.

La primera vez que lo hicimos, llegaste empapada por la lluvia traicionera del verano, llevabas unos jeans azules y un sacón negro, largo. Tocaste la puerta y abrí, mi padre había visitado a un tío lejano y la casa estaba casi vacía. Era un jueves de aquellos que uno prefiere morir descalzo, que salir de casa.

-¿Qué pasó?, pregunté. 

Te limitaste a entrar y dejar el sacón en el perchero. Te dirigiste hasta la habitación que usaban con mi hermano cuando nos visitaban, buscaste una toalla y no la encontraste. Yo en la cocina preparaba algo de comer, no recuerdo muy bien qué era, quizá huevos revueltos con mermelada de fresa, café, no recuerdo muy bien. 

-¿Tienes una toalla?, preguntaste desde la puerta de la cocina, yo sólo podía ver la mitad de tu cuerpo desde donde me encontraba, estabas completamente empapada. 

-¿Tienes?, volviste a preguntar luego de unos segundos que vacilé mientras te miraba. 
-Sí, sube a mi habitación, están en el segundo cajón de mi ropero. Puedes usar las blancas, que son para el cuerpo.
-Gracias.

Escuché que ella subía las escaleras. Yo terminé de comer, lavé lo que usé y subí a mi habitación. Al entrar noté que Camila se había dormido sobre mi cama. La dejé unos minutos más mientras yo juntaba sus ropas mojadas del suelo, y cuando toqué sus bragas sentí una sensación extraña en el cuerpo, eran negras, pequeñas. Me excité terriblemente cuando las acerqué a mi rostro. Fui hasta el cuarto del lavado, ahí coloqué las ropas y subí nuevamente hasta mi habitación antes de prenderme más todavía.

-Despierta, le dije mientras la sacudía para que despierte.

Luego de unos instantes despertó, sobó sus ojos con ambas manos mientras arrugaba la nariz, noté que sólo tenía una toalla en la cabeza y una bata de baño también mía. Ella era muy hermosa.

-Ve a descansar, estás sobre mi cama. Cuando se levantó un poco y se sentó sobre la cama, la bata se movió y pude ver sus pechos. Eran pálidos y medianos. Cerré los ojos y sacudí la cabeza tratando de quitar esa imagen de mi mente.

-No quiero dormir todavía, ¿podemos hablar?, por favor, iré a ponerme algo más cómodo y regreso. O podemos bajar a la cocina en todo caso.
-Está bien aquí, abajo corre un poco de viento, puede enfermarte luego de haber estado tanto tiempo mojada.
-Vale.

Yo acomodé algunos papeles que estaban sobre mi escritorio y los coloqué en una mesa pequeña de revistas y libros. A los cinco minutos llegó ella, con un pantalón y un bividí de pijama. Se sentó sobre la cama, hablamos un poco del día, de la tarde, luego me explicó que había discutido con mi hermano, que había regresado desde el kilómetro dieciséis hasta la casa, que más o menos era unos catorce kilómetros. Todo porque ella le preguntó sobre una amiga que él visitaba mucho. Discutieron, gritaron, él se marchó, ella regresó caminando. 

-¿Estás bien?, pregunté.
-Sí, ya el fastidio pasó.

Sobre mi mesa había una botella de vino tinto a la mitad, uno que había dejado a media tarde mientras intentaba escribir, recuerdo que ella la tomó, quitó el corcho que no estaba tan profundo y bebió un trago.

-¿Te gusta el vino verdad? -preguntó ella.
-¿A quién no?
-A mí me gusta más la cerveza.
-Sí, también me gusta, pero el vino, para un jueves de estos en que no quieres salir ni a la puerta, queda mejor. Ella quedó mirando la botella fijamente, pensando en algo y en nada quizá, yo la miraba mientras ella lograba ese acto estupendo de silencio con la botella.

-¿Estás bien?, pregunté.
-Estoy mejor. Dijo sonriendo. En ese momento se hacía más hermosa todavía.


Entonces se acabó la botella, abrimos otra y la habitación se hizo más pequeña para los dos, luego abrimos otra que también se acabó, recordando algunos días del pasado, abrimos otra después, mientras hablamos del día, de la tarde, y así pasó parte de la noche. Y fue ahí que su bividí cayó, su pantalón cayó, mientras sus nuevas bragas negras y secas, estaban ahí bien puestas, besé sus pechos, su boca, ella se aferraba a mi cuello y a mi espalda, yo le tocaba el culo con todas las manos, apretaba su cuerpo contra el mío, le lancé a la cama, ahí cometimos los peores pecados que un hombre puede cometer, devoré su sexo con todas mis bocas, besé sus curvas con todas mis prisas, sí, sus pechos fueron parte de mi piel, su boca una rosa de mi hipocresía, recorrí su cuello con la mente, su espina con la vida, su pelo dorado cruzaba la habitación como los galgos en primavera. Sí, hice cosas con ella que no estaban permitidas en una dama, mancillé su cuerpo, humille su alma, hasta su sombra se hizo parte de mi piel. Sus gemidos, su cuerpo húmedo, todo se resumía en un instante inimaginable, las botellas vacías quedaron en el suelo, sus ropas también, luego de unos veinte minutos rodando por la cama, probando formas de hacernos más humanos, luego de veinte minutos que toqué el cielo varias veces y ella clamaba mi nombre como si fuera yo un dios. Sí, todavía recuerdo cuando acabamos juntos; ella temblaba desde las piernas hasta los dientes, yo eyaculaba dentro de ella como un animal moribundo, chillando callado, con dignidad. Caímos uno a un lado del otro, alucinados, emocionados, hasta que vi, minutos más tarde los ojos culpables en su rostro. Me regaló un beso largo, tan largo que su lengua tatuó su aroma en la mía, y se marchó juntando su pijama y los recuerdos que esa habitación guardaría año tras año.

Abrí otras dos botellas de vino tinto para tratar de quitarme la sal que su sexo dejó en mi boca, y no lo logré, porque tampoco lo quería. Recuerdo que me acosté sobre la cama, me masturbé unas dos veces recordando lo que habíamos hecho, o mejor dicho, lo que yo había hecho con ella. Luego de lavarme el sexo tras haberme tocado, quedé hermosamente dormido. Hasta las cuatro de la tarde del día siguiente.

Para cuando desperté papá ya había llegado y Camila se había marchado, me contó que dijo que se iba porque había peleado con mi hermano. Dejó una nota en la nevera para mí, decía: Gracias. Y nada más.

Han pasado algunos años, ella sigue dejando su gracias sobre un papel cada año y yo, dejo en su cuerpo un poema que son todos los poemas del mundo juntos, y nada más.




Vino dulce.

Dueña de Paris,
de la prima y las canciones,
con tu traje de can-can me mirabas masturbarme
mientras yo era feliz y tú sólo una pintura gris,
de tristeza y mansedumbre. 


que la soledad
es una dama frívola,
parece española pero es
más viva que la vida.

Tu piano, bajo tus dedos
son la sombra de mi alma
mientras el pasado es una sobra de humanidad y más nada.

-Hola, me dijo la camarera en un bar de una ciudad lejana a la mía.
-Hola, le respondí.
-¿Quieres ir a beber unas copas en casa de un amigo?
-Vamos.

Caminamos unas cuantas cuadras de subida, con la calle a base piedra, las casas, a base de barro, y la vida, a base de algunas botellas de vino dulce. En casa del amigo aquel, yo salí al balcón, que era amplio y libre. Las luces de la ciudad en la madrugada decían más que las voces de los que ladraban en la sala. Yo miraba todo lo ancho de la ciudad, que no alcanzaba en su totalidad mis ojos pero que era todo lo ancho. Entonces, a los instantes salió una argentina hermosa.

-¿En qué piensas?
-Pienso en lo horrible que es la vida. Le dije.
-La vida no es horrible, si fuera horrible no nos habríamos conocido.
-Para empezar le dije; tú no tendrías que trabajar tan lejos para conseguir algo, y yo no tendría que beber copas con vino dulce y otras copas para borrar algunas de mis penas.
-Creo que exageras un poco.
-Tus pechos son una exageración, rubia.

Ella se limitó a regalarme una sonrisa y volver a la habitación donde los demás consumían cocaína y bebían ron en vasos de cristal barato. Yo me quedé en el amplio balcón deduciendo que la vida sí era horrible, horrible e injusta. Eso no significaba que no me gustara vivirla, no, sólo era una idea de lo que yo pensaba. Y punto.

Unos meses más tarde me enteré que el dueño del lugar donde el balcón era amplio fue muerto en una pelea bajo la noche, y que la argentina hermosa se había marchado para una región en la selva de Brasil mientras yo, seguía bebiendo vino dulce en el bar aquel y trataba de olvidar algunas penas que cargaba sobre mi alma, mientras la vida, seguía siendo horrible.



Vino, algo seco.


Tus ojos verde limón,
como los que bebes en tu Corona,
o los que chupas cuando el tequila roza tu boca
o los que me quitas de las manos cuando tus pechos son parte de mi voz.

El cielo es un poema de tu alma
frágil como la media noche
cuando los vampiros están tristes
sin sangre en las copas ni tetas de silicona.

Caminé algunas horas intentando olvidar de mi pulso tu pecho y medio
tu cadera inmaculada
tu sexo húmedo
aún guardo ese par de fotos que mientras dormías desnuda robé
aún tengo
esa parte mojada de tu lengua mientras me decías: ¿Nunca te cansas verdad?
y yo entraba en tu sexo
una vez más, durante largas horas.

Soledá
dice tu boca
soledá
dice tu sexo
mientras yo
aprovechando todo ese dolor que sentías
perforaba tu cuerpo
y tu alma con  mi falo indomable
hasta que tu sexo se haga una parte de mi pasado.
Sólo por calmarte.
 
 
A Mia. Algo húmeda.


Gracias al vino. Que sin su uva, yo tampoco sería nada.


miércoles, 10 de julio de 2013

Pág. 199




Hay un ángel hablando en mi habitación, o sucede que he bebido mucho, y eres tú chillando.

Mondragón de Malatesta







 Sólo después de algunas copas de güisqui.



Escribo mejor, o intento escribir mejor, -que no es lo mismo. Sólo después de haber bebido algunas copas de güisqui.
Sí, sucede a veces dijo la señorita de bragas negras, que llegaba a casa cuando yo le llamaba, con las mismas bragas negras que siempre adoré. Y mientras hacíamos el amor como dos animales en celo, intentaba imaginar el poema que podía escribirle, en ese instante, cuando eyaculaba en ella, me sucedía lo mismo que con el güisqui, intentaba follar mejor, -que no es lo mismo a follar mejor.






Luna rosada.

Leía a Charles en mi habitación, cuando entraste sin pedir permiso, mi gato te adoraba más que a mí y tú a esa mancha gris como a un buen amigo. Cargabas algunas tristezas en los ojos, la lluvia de invierno en los hombros y en el cabello. Entraste de puntillas para que mi hermano desde su habitación no escuche, ni mi madre desde la suya. Ya dentro cerraste la puerta tras de ti, una leve sonrisa se dibujó en tus labios, entonces me levanté y te alcancé una toalla. Secaste tu cabello con ella y también tu rostro. Te alcancé luego una camisa y las pantuflas que dejaste hace dos veranos. Yo me volví a recostar sobre la cama mientras tú ingresabas en el cuarto de baño, ya con la camisa puesta te acercaste hasta la cama y te recostaste junto a mí, colocaste tu cabeza húmeda sobre mi pecho y empezaste a llorar, yo sabía por qué, sabía por quién en todo caso, y me dolía, en lo más profundo de mis huesos me dolía. Acaricie tu pelo como lo hacía cada noche que llegabas a contarme cómo te habían roto el corazón una vez más. Sucedió con Paúl, con Tomás, con Fred, hasta con el pelirrojo de Francisco. Con todos siempre estaba yo ahí para tratar de tranquilizarte.

Para cuando dejaste de llorar habían pasado unos minutos, la TV prendida en un canal que no importaba sólo nos servía como escondite a nuestras palabras. Sequé tus ojos, tu pelo todavía seguía húmedo. La lluvia seguía cayendo y desde mi ventana abierta ingresaba un aire fresco, las gotas en la tierra, el aire en los árboles, todo eso entraba por la ventana, y tú ya quieta y seca, desde los ojos me dejabas un beso en la mejilla. Esa noche dormías conmigo, eso significaba que yo no podría masturbarme ayudándome con el canal de adultos que empezaba a la media noche.

Hablamos de algunas cosas que jamás importaban, reías mientras en la TV seguían sucediendo cosas que tampoco importaban, tu cabello menos húmedo, como tus ojos, te hacías más hermosa. Pasados algunos minutos nos quedamos dormidos, tú sobre mi pecho y mi brazo bordeando tu cabeza, enganchados como los ángeles más hermosos de la tierra. A la mañana siguiente mi madre colocaba fresas frescas sobre la mesa, jugo de naranja y algunas tostadas con mermelada. Yo bajaba y las subía hasta mi habitación, ambos desayunábamos ahí hasta que ella vaya al trabajo y mi hermano al colegio. Entonces volvíamos a dormir unas horas más abrazados como dos gatos en invierno.

A medio día llegaba mamá con el almuerzo, dejaba sobre la mesa mi parte y la de mi hermano, que llegaba dos horas más tarde. Siempre que te encontraba conmigo te regalaba un fuerte abrazo, un beso en la frente y la mejor sonrisa que yo veía en ella jamás. Nosotros luego de comer subíamos hasta mi habitación nuevamente, tú te colocabas la ropa que ya se había lavado y secado, mientras yo me cambiaba para acompañarte hasta tu casa. Para las cuatro de la tarde tú estabas en casa, yo por otra parte iba a casa de Luzía, la chica con la que salía, la que te odiaba un poco más de la cuenta sin que lo deje notar. Era tan buena actuando que no yo lo sabía, hasta entonces no lo sabía.

-Hola. Saludé. Ella me dio un beso hermoso en los labios.
-¿Cómo estuvo tu día?, preguntó ella.
-Bien, Michelle fue a casa, se quedó a dormir. Ya sabes, lo de siempre.
-...
-¿Y bien?, ¿qué veremos hoy?, me dijeron que hay una película de acción muy buena.
-...

Yo odiaba cuando se quedaba callada, siempre sucedía lo mismo cuando le mencionaba a Michelle, o casi siempre. Porque algunos días iba con ella a visitarle. Entonces fue, que en un arranque de cólera, yo sin notarlo todavía, tiró algo que llevaba en las manos al piso.

-¡ESTOY HARTA!, chilló.
-¿Qué pasa?, pregunté un poco sorprendido.
-¡VETE!
-¿Qué?
-No quiero que vuelvas más, siempre es la misma mierda, si no estás con Michelle en tu casa, estás con Michelle en su casa. Realmente puedes salir con ella, me importa un pepino, sólo quiero... ¡que te largues!

Camino a casa intentaba pensar en qué parte de mi confesión le había molestado, si era el acto de que Michelle se haya quedado a dormir conmigo, o que yo me haya quedado alguna vez en su casa. Sentí un poco de rabia contra Michelle, ya que por culpa suya aquella muchacha hermosa me había echado de su casa. No quise darle mucha importancia al asunto, decidí esperar hasta el día siguiente, quizá tuvo un mal día, pensé, o quizá estaba molesta porque no quería ver la película de acción esa que le comente.

Pasaron dos semanas, ella jamás llamó a mi casa, tampoco contestó las llamadas que yo le hice. Nunca estuvo, o dormía, o estaba ocupada. Me sentía extraño, era mi último año de colegio y las vacaciones ya terminaban. Cuando llegaron las clases Michelle y yo nos veíamos poco. Porque ella iba al sur con su familia, y yo me quedaba en casa.

Luego de las vacaciones y las semanas distantes con Michelle, en el colegio Luzía ni me saludó. Así pasaron algunas semanas, Michelle seguía yendo a casa, a llorar por los suyos mientras yo, odiaba esos días porque no me podía masturbar. Comíamos, la dejaba en su casa, yo caminaba hasta la mía, intentando pensar cada vez menos en Luzía.

El año transcurrió así, noches sin masturbación porque Michelle lloraba desconsolada por el profesor que jamás le haría caso, mientras yo ya había olvidado a Luzía, ella salía con uno de sus amigos cercanos, uno que ya tenía auto, que venía de una buena familia, que era un tipazo, según los que le conocían, porque para mí era un pobre imbécil que no se merecía tremenda mujer.

Luego del verano, fui a la ciudad a prepararme para ingresar a la universidad, Michelle escribía cada mes, yo cuando podía. Conocí a una muchacha italiana muy guapa, tenía las piernas largas y los pechos pequeños. Llegaba al departamento que alquilaba, con películas que a mí no me gustaban. Lo que me gustaba era quedarme con ella mientras la lluvia caía, me recordaba tanto a Michelle. Los días pasaron, las semanas, algunos años. Michelle ya no escribía, y yo la recordaba cada vez menos.

Hace dos días me la encontré en el metro, ella cargaba una cartera mediana, había perdido algunos kilos desde la última vez, su sonrisa seguía siendo tan hermosa como lo fue siempre. Su pelo, sus manos se aferraron a mí.

-Señor. Me dijo.
-Señorita.
-Tanto tiempo...

Ella seguía aferrada a mí mientras sus palabras se colaban por mis oídos. La gente nos evitaba mientras el metro avanzaba. Luego de quince minutos, y ella todavía aferrada a mí dijo; ¿hasta ahora no te has dado cuenta?

-¿Sobre qué?... pregunté.
Entonces me dio un beso largo, mientras la gente nos evitaba. Un beso mientras el metro mantenía rumbo, un beso, por todas las noches que sequé su pelo con caricias, un beso por todas las noches que adorné sus mejillas, o quizá por todas las noches que le sequé la lluvia desde los ojos. Esa tarde también llovía, y su pelo seco, se hacía más hermoso todavía. 

-¿Quieres ir a donde vivo?, preguntó.
-Quiero vivir contigo. Le dije. Porque si con ese beso yo no entendía, jamás lo haría.

A veces ella llegaba a casa cuando intentaba leer a Charles, justo en la pág. 199. Entonces se quitaba las ropas y hacíamos el amor como los ángeles más hermosos de la tierra, y luego, siempre luego, así como Charles en su pág. 199, -donde siempre me quedaba- nos decíamos:

-Buenas noches, Hank.
-Buenas noches, Jon.