Imagen de Mondragón de Malatesta, habitación vacía, 'Muñeca de trapo'.
Recueste su cuerpo sobre la cama, sé que no es gran riqueza no, pero deje caer su cuerpo de papel sobre la cama, per favore, que le contaré estimada nada mía, le narraré cada estrofa de mi muerte, yes miss, de mi tan intratable muerte.
Nací hace algunas décadas, decadentes décadas, nací entre la maleza de algunas hierbas que el hombre no procura, sobreviví cerca a un pozo, cerca a la madera, lejos de la civilización de mierda, lejos del hormigón, no, no me mire así, disculpe mi ordinario lenguaje, pero no intento exaltar más sus mentes, porque sé, querida odiada mía, que muchas mentes tiene, bajo sus pechos, sobre sus tetas.
Mi madre era una amarga mujer, que tenía azúcar en los cabellos, que adoraba los caballos, que cargaba en su paladar, las angustias más humanas, de aquel mundo color sangre. El río en su distancia susurraba nutrias poco educadas, que en las piedras colocaban blancas sus panzas, y al leve ruido de un motor, el chapuzón llegaba, bellas nutrias de comeres horrorosos, brutales, pobres peces, alimento de aquellos perros de río. Los suelos eran granos de café contra el sol, como cacao olvidando su piel carnosa, el árbol mutilado extrañaba su raíz, la resaca insaciable de padre, se adoraba. Crecí nadando por ciudades, distintas y lloronas, secas como aquellas tetas de la perra que no promulgó hijo alguno, derroté a los demonios, me vencieron las arañas, me subí por los techos de un norte pequeñito, peligroso, ruidoso y sin luz alargados días.
Cuando cumplí doce, supuse que hallar dinero en la cartera de padre era natural, que festejar sus putas, dentro de los hoteles más caros, era natural, que beber whiskey con él, era natural. No me ensañaron en mis años pocos, que la mano jamás sufre de las penalidades de la masturbación, sino que son las ganas, las que se terminan, cuando el eyacular se hace visible. Vendí drogas a los niños agigantados, sí, esas drogas que dios permite, me revolqué con algunas hembras, y también con algunos machos, besé a los amigos, en los labios y también en los falos, escupí las ideologías, leí pocos libros, coleccioné miles, derroqué sus hojas, batallé con ellas, dentro de habitaciones que jamás fueron mías. Vi las fieles infidelidades de padre, las borrascosas llamaradas de madre, en sus ojos como el café que luchaban contra el sol, sí, señorita, por favor, no se mueva, así, desnuda y abierta de manos, está perfecta.
Cuando me fortificaba aligerado, noté que había muerto muchas veces, y aquí inicia, el sinnúmero de muertes que mantuve conmigo; mencionaré la primera y más importante: Cuando Amelia me conoció, yo disfrutaba de una mujer en vísperas de boda, y cuando amé a la bruja tal, la casada me folló de mil maneras, en el escritorio de padre, en el cuarto de madre, en la puta sala, de hermanares. Ya en el post castigo de una casada fiel a mí, de una novia sin verdades fiel a mí, y un engaño de mierda, que me consumía cada noche, con la mujer que no era Amelia, me hizo gritar, la única crueldad, que jamás debí pronunciar.
Mis piernas se hicieron rocas fúnebres, mi panza creció, mi peso se hizo estático por la bulimia tan ajetreada. Comí de medusas, destrocé sus serpientes, arropé sus vergas, como cántaros rotos los armé, y también los amé. Mantuve cierta distancia entre dios y mi biblia, porque con ella, yo construí los liendrecitos de hachís más celestiales de mis años, y con dios, tropecé tantas veces, que mejor era olvidarlo. Fui Abel cuando hice que dios detestara a mi enemigo, fui Caín, cuando tomando la mandíbula de un animal, rompí, el cántaro llamado cráneo, de hermanares. Mi piel fue cuna de los Hércules, en la infancia que duró seis segundos, en mis talones yacían todos los Aquiles, y de pronto siento que he muerto, y revivo, y muero, y traspiro. ¡Oh fiebre maldita!
Hace dos días, cuando me consagré rey de los perdedores, bajé a los infiernos, vi como ardía ella, Luci al rojo vivo, mostrando sus tetas, chupando sus pezones, recordé cuando era yo una puta, cuando era yo un vecino. Hace dos minutos, veo la pintura cuarteadada, el ahorcado de mi habitación, los libros, la cama, el sofá, mi cartera, mis bolsillos, y cuenta me doy, que sigo muriendo, que nacer es imposible, que impasible es el tiempo, y la vida de mierda, que me ha tocado vivir. Señorita, por favor, no se quite la piel, no es necesario tanta confianza, se lo pido por piedad, no me asesine una vez más.
Fue así, que acomodé a la señorita dentro del armario, como cada noche, luego de limpiarla, porque el fluido sobre la masilla avinagra mis deseos, bajo sus tiesas manos, su boca es una piedra, y me besa, y paso delante de un espejo, lindo maniquí me dice, le puteo, me aflijo, y empiezo una vez más, la misma historia de cada noche.
Nací hace algunas décadas, decadentes décadas, nací entre la maleza de algunas hierbas que el hombre no procura, sobreviví cerca a un pozo, cerca a la madera, lejos de la civilización de mierda, lejos del hormigón, no, no me mire así, disculpe mi ordinario lenguaje, pero no intento exaltar más sus mentes, porque sé, querida odiada mía, que muchas mentes tiene, bajo sus pechos, sobre sus tetas.
Mi madre era una amarga mujer, que tenía azúcar en los cabellos, que adoraba los caballos, que cargaba en su paladar, las angustias más humanas, de aquel mundo color sangre. El río en su distancia susurraba nutrias poco educadas, que en las piedras colocaban blancas sus panzas, y al leve ruido de un motor, el chapuzón llegaba, bellas nutrias de comeres horrorosos, brutales, pobres peces, alimento de aquellos perros de río. Los suelos eran granos de café contra el sol, como cacao olvidando su piel carnosa, el árbol mutilado extrañaba su raíz, la resaca insaciable de padre, se adoraba. Crecí nadando por ciudades, distintas y lloronas, secas como aquellas tetas de la perra que no promulgó hijo alguno, derroté a los demonios, me vencieron las arañas, me subí por los techos de un norte pequeñito, peligroso, ruidoso y sin luz alargados días.
Cuando cumplí doce, supuse que hallar dinero en la cartera de padre era natural, que festejar sus putas, dentro de los hoteles más caros, era natural, que beber whiskey con él, era natural. No me ensañaron en mis años pocos, que la mano jamás sufre de las penalidades de la masturbación, sino que son las ganas, las que se terminan, cuando el eyacular se hace visible. Vendí drogas a los niños agigantados, sí, esas drogas que dios permite, me revolqué con algunas hembras, y también con algunos machos, besé a los amigos, en los labios y también en los falos, escupí las ideologías, leí pocos libros, coleccioné miles, derroqué sus hojas, batallé con ellas, dentro de habitaciones que jamás fueron mías. Vi las fieles infidelidades de padre, las borrascosas llamaradas de madre, en sus ojos como el café que luchaban contra el sol, sí, señorita, por favor, no se mueva, así, desnuda y abierta de manos, está perfecta.
Cuando me fortificaba aligerado, noté que había muerto muchas veces, y aquí inicia, el sinnúmero de muertes que mantuve conmigo; mencionaré la primera y más importante: Cuando Amelia me conoció, yo disfrutaba de una mujer en vísperas de boda, y cuando amé a la bruja tal, la casada me folló de mil maneras, en el escritorio de padre, en el cuarto de madre, en la puta sala, de hermanares. Ya en el post castigo de una casada fiel a mí, de una novia sin verdades fiel a mí, y un engaño de mierda, que me consumía cada noche, con la mujer que no era Amelia, me hizo gritar, la única crueldad, que jamás debí pronunciar.
Mis piernas se hicieron rocas fúnebres, mi panza creció, mi peso se hizo estático por la bulimia tan ajetreada. Comí de medusas, destrocé sus serpientes, arropé sus vergas, como cántaros rotos los armé, y también los amé. Mantuve cierta distancia entre dios y mi biblia, porque con ella, yo construí los liendrecitos de hachís más celestiales de mis años, y con dios, tropecé tantas veces, que mejor era olvidarlo. Fui Abel cuando hice que dios detestara a mi enemigo, fui Caín, cuando tomando la mandíbula de un animal, rompí, el cántaro llamado cráneo, de hermanares. Mi piel fue cuna de los Hércules, en la infancia que duró seis segundos, en mis talones yacían todos los Aquiles, y de pronto siento que he muerto, y revivo, y muero, y traspiro. ¡Oh fiebre maldita!
Hace dos días, cuando me consagré rey de los perdedores, bajé a los infiernos, vi como ardía ella, Luci al rojo vivo, mostrando sus tetas, chupando sus pezones, recordé cuando era yo una puta, cuando era yo un vecino. Hace dos minutos, veo la pintura cuarteadada, el ahorcado de mi habitación, los libros, la cama, el sofá, mi cartera, mis bolsillos, y cuenta me doy, que sigo muriendo, que nacer es imposible, que impasible es el tiempo, y la vida de mierda, que me ha tocado vivir. Señorita, por favor, no se quite la piel, no es necesario tanta confianza, se lo pido por piedad, no me asesine una vez más.
Fue así, que acomodé a la señorita dentro del armario, como cada noche, luego de limpiarla, porque el fluido sobre la masilla avinagra mis deseos, bajo sus tiesas manos, su boca es una piedra, y me besa, y paso delante de un espejo, lindo maniquí me dice, le puteo, me aflijo, y empiezo una vez más, la misma historia de cada noche.