En mi oído percibí su voz, tan suave, tan frágil, tan demoníaca. Asesínala, asesínala decía la voz, dulcemente como quien manda a amar, así también me susurraba su voz. Yo tuve un minuto de presagios sangrientos, como quien implora humedad sobre el desierto, así también su voz me prometía humedad, tanta roja humedad. Miré en lo alto de las enredaderas las uvas aún no maduras, uvas que más tarde terminarían dentro de una botella oscura, quizá verde, quizá azul, mas la voz imploraba únicamente por rojo, un rojo que a la luz de la natural luna llena crezca como el medallón que late en el pecho, ese medallón que excita toda idea agitándose más y más, y más...
Supuse una pequeña habitación entre la fábrica de maldiciones y mis manos torpes. Ataré sus pies aquí, sus manos allá, y de un golpe tan seco romperé su cráneo, pensaba. Pero la voz susurraba, asesínala por mí, bajo la negra noche desprende su vida de su carne, asesínala decía la voz, dulce como el manjar y la miel. Cuando la vi venir no pude contener un tenue grito que mas parecía un quejido, un chasquido en consecuencia de ver esos dos profundos ojos azules que me miraban como quien algo espera, que me miraban tiernamente, y tímida, muy tímida supuso lo siguiente: Tienes tú en las manos algo que mi atención llama, ¿es acaso una navaja?, y mientras las piernas abría continuó, ven, fóllame... Sospeché que la noche ya había llegado a su fin, en mi cabeza las constantes repeticiones de esa voz maligna me inquietaban mucho más que antes, asesínala, quítale la piel mientras pueda moverse y, en esos dos ojos derrama el aceite que hierve en la cocina. La miré, y en su vestido azul su blanca piel resaltaban aún más esos dos ojos. No podría hacerte daño, pensé, y mientras le quitaba el vestido con la mano izquierda la otra acariciaba el vientre de la muchacha con la navaja, y ella, empezó a moverse como un lento vals, y cuando cayó al suelo la prenda ella se estremeció. Ven, fóllame, por piedad te lo pido, repetía varias veces y la voz, esa terrible voz en las profundidades más recónditas de mi cabeza sin precedentes gritaba, y no era ya la dulce y tierna voz, sino una totalmente perversa, detestable, indeseable. Mátala, planta en su pecho deforme la punta de la navaja, planta en su sexo tu deseo inquebrantable, ¡perfora con el puñal su pescuezo! ¡mátala! ¡MÁTALA!, como eco una y otra vez, y otra y otra vez de oído a oído viajaba. Cuando uno de los pechos de la muchacha despertaba en mi mano izquierda ella dejó escapar de su boca las palabras que a mi locura también despertara, las palabras que jamás se deberían decir al asesino que juega con las navajas de la casa, las palabras malditas, aquellas que eran peor que el dulce verso de la mujer en mi cabeza. Te amo, dijo, te amo y mi mano sin poder contener su fuerza atravesó su cuerpo miles de veces, y tantas fueron que ni yo habría podido reconocer su cuerpo, ni sus facciones, ni su alma, porque hasta su alma corté de lado a lado, y luego de haberle regalado los más profundos tajos, dulcemente hice lo que tanto me pedía... lo que tanto ella quería.
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