Levantaron el telón tres minutos después de la hora pactada, el rojo telón con bordes negros, el telón americano porque así deben ser en las Américas del Norte los telones de todos los teatros. Sentado en la primera fila, justo en el centro, en la roja butaca y cómoda, en la ancha butaca y suave; y fijamente miraba como se movía la niña en su primer acto, tan elemental, tan metida en su papel. Cristina, la puta más triste de Boston, quizá. A su derecha lloraba la abuela y a su izquierda el padre, ajustando aplausos en cada mano, asombrados del papel tan serio que le había tocado interpretar a la hija. Una puta triste, sin más que dar. Y él, miraba las piernas blancas de la niña dentro de las mallas negras, sí, miraba las piernas y relamía sus labios como el perro más cruento y ansioso. Luego subía la mirada y quedaba quieta en el ajustado corsé, sus tetas tan ubicadas en cada lado, tan niña y tetona, tan tetona y tan puta, tan puta y tan virgen...
Cristina dulce, la dulce Cristina, la Cristina más feliz de todo Boston hacía derramar lágrimas en todo el Gran Salón, y todos a la vez aplaudían en cada espacio que había, aplaudían y aparecía luego Cristina con otras bragas, bragas como el carmesí, y la sangre en la mente del hombre que la miraba fijamente aparecía, como verso y canto, y poema y oda. Terminó la primera parte y se baja el telón, llovían los aplausos como en el peor de los inviernos, llovían lágrimas por parte de la abuela y él, el señor que sentado estaba en el centro se levantó.
Regresó diez minutos después, que era lo que tomaba el receso de la obra en su mitad, se sentó y a los dos minutos el grito más fuerte en toda la sala resonó en cada esquina dejando sordos por unos instantes a los espectadores que la llenaban de cabo a rabo, y otros gritos acompañaron, y la desesperación crecía como perros antes de una pelea, crecía el temor, la intriga, crecía el entusiasmo, crecía la euforia y apareció un hombre en un traje negro, el que tenía el otro papel importante, el novio de la puta más triste apareció y gritaba: ¡La han matado!, ¡LA HAN MATADO!... Y gritaba, y luego el padre también gritaba, y la abuela, y la madre, y los dos hermanos, y la otra hermana, todos al unísono gritaban. El Gran Salón estalló en llanto y gritos, la muchedumbre empezó a levantarse y entre la desesperación y el ajetreo de todos los presentes varios cayeron. Él seguía en su centro, sentado y tranquilo, y miraba como todos desesperados se hacían menos, y menos, y menos, y nada...
Cristina dulce, la dulce Cristina, la Cristina más feliz de todo Boston hacía derramar lágrimas en todo el Gran Salón, y todos a la vez aplaudían en cada espacio que había, aplaudían y aparecía luego Cristina con otras bragas, bragas como el carmesí, y la sangre en la mente del hombre que la miraba fijamente aparecía, como verso y canto, y poema y oda. Terminó la primera parte y se baja el telón, llovían los aplausos como en el peor de los inviernos, llovían lágrimas por parte de la abuela y él, el señor que sentado estaba en el centro se levantó.
Regresó diez minutos después, que era lo que tomaba el receso de la obra en su mitad, se sentó y a los dos minutos el grito más fuerte en toda la sala resonó en cada esquina dejando sordos por unos instantes a los espectadores que la llenaban de cabo a rabo, y otros gritos acompañaron, y la desesperación crecía como perros antes de una pelea, crecía el temor, la intriga, crecía el entusiasmo, crecía la euforia y apareció un hombre en un traje negro, el que tenía el otro papel importante, el novio de la puta más triste apareció y gritaba: ¡La han matado!, ¡LA HAN MATADO!... Y gritaba, y luego el padre también gritaba, y la abuela, y la madre, y los dos hermanos, y la otra hermana, todos al unísono gritaban. El Gran Salón estalló en llanto y gritos, la muchedumbre empezó a levantarse y entre la desesperación y el ajetreo de todos los presentes varios cayeron. Él seguía en su centro, sentado y tranquilo, y miraba como todos desesperados se hacían menos, y menos, y menos, y nada...
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