jueves, 8 de abril de 2010

La ciudad que dejó de llamarse miseria -Parte II


E
l año terminó y mi madre tenía que trabajar el doble, es decir, tratar de hacer que un día parezca dos. Trataba y junto a mí, porque el otro hermanito era muy pequeño, ni respirar podía el pobre, gordito y bello niño, pero pobre. A mi lado tenía ella que hacer que un día sea como dos, porque el hambre pesaba más que la tristeza, y la tristeza de haber perdido a un padre todopoderoso nos quitó hasta el sueño de las camas, es decir, de esas cosas llamadas cama.

Terminó ese año sin mayores nostalgias y llegaron unos hombres azules, tan azules de prendas llegaron, encaramados en un camioncito blanco del municipio que jamás había pisado siquiera por aquí, llegaron encaramados y cada uno traía en la mano un arbolito; tan verdecito, tan pequeñito, tan azulitos esos soldados que alguna vez vi como le rompían la cabeza al loco Tomás en la Plaza Mayor, y vi también como el loco le rompía con un palo cualquiera la cara a otro señor azul. Preso quedó el desgraciado, preso hasta el día de jamás porque ya jamás le iban a soltar, según decía el mayor con la carota toda rota e hinchada. En la mano una plantita, y se sembró en toda la calle luego de derrumbarse la pared de ladrillos que antes fue naranja. Los soldaditos reían diciendo: Haremos de esto nuestro propio Muro de Berlín, debemos derrumbarlo, debemos destruirlo. Y reían, y hacían de su sabiduría algo no grato, porque ni nos contaron ni nos hicieron reír con ellos. Jamás supe donde quedaba ese muro ni tampoco quién era Berlín, seguro que mi padre me habría contado, era tan sabio ese hombre, tan sabio que nunca supe porqué se quedó con nosotros, todopoderoso padre, que todos los demás abandonaron casa e hijos, pero él no, no nos dejó como los otros, este fue más vivo, más pendejo como decía mi madre, porque ni pasaría hambre nunca más, ni pasaría frío. Mi padre murió tibio muy tibio, tan tibio que en su fiebre máxima conoció eso llamado locura y a lo que todos escapan, porque hasta los locos de la locura escapan. Padre todopoderoso, que dejó la ciudad llamada miseria, que dejó mi casa llamada miseria, que me dejó, como un miserable hijo. Me levanté al siguiente día que habían derrumbado aquella pared de ladrillos antes naranja, pared similar a esa que nombraban los azules, una pared de un tal Berlín. Berlín, qué bonito nombre para mi primer hijo pensaba. Berlín, qué precioso nombre para una hija, tal vez. Y despertaba del sueño tras el hedor terrible de un perro muerto en la parte sur del basural, desperté del sueño despierto para caer desmayado por las pocas fuerzas y la comida insana que no me llenaba lo suficiente. Aparecí en casa, que era una habitación solamente, el bello gordito movía los pies desde el cartón donde yacía, mi madre no estaba, a un lado los costales con pequeños trozos de metal, cuatro baldes llenos de cosas que podíamos vender, basura, su olor, ¡qué peste!, a la que ya me había acostumbrado.

Tres días más tarde mejoré y ya podía jugar, porque ya era sábado, con todos de la calle Berlín, porque Berlín terminó llamándose la calle, luego de tanta cháchara como Berlín quedó, y jugando otro mundial con la misma pelotita de siempre cuenta me di que atardecía. Qué pelotita de trapo más hermosa, nos hacía feliz con tan sólo verla. Atardecía rápido, tan rápido que dejé de jugar para ir a casa; con una pita que sujetaba el seguro de la puerta abrí de un jalón y al entrar, vi la realidad de la desesperación humana. Una madre a mitad del cuarto que era todo; baño, dormitorio, comedor, cocina, patio y etcéteras. La vi, tiesa como los perros que encontrábamos tendidos por el basural, en brazos su hijo hermoso que ahora estaba azul, azul tenebroso, ambos desde sus bocas habían esputado algo blanco, una sustancia blanquecina que me hizo pensar en los perros más rabiosos de la plaza. En una mano mi madre sujetaba un billete de cien, ¡qué riqueza me dejó!, ¡qué pobre me quedé!, ¡qué madre tan puta!, dejarme sin hermano y sin madre, dejarme tan solo y tan chico, dejarme así para encontrarme con tremendo espectáculo de humillación humana, dejarme tan muerto de sed. Aún quieto frente a ellos levanté la mirada a la mesita de tres patas, una botella a la mitad me ofrecía su color similar al té, me acerqué, pensé en cómo había cambiado la calle, en cómo crecían los arbolitos en ese año de la reforestación según se hablaba, en cómo se limpiaba ya más seguido, en cómo la seguridad se hacía más completa. Sentí que mi ciudad estaba cambiando pero que yo, al calmarme la sed luego de beber de esa botella, jamás iba a disfrutarla. ¡Qué espectáculo vieron los vecinos!, tiesos los tres, tan miserables y tan pobres, tan injustificados y tan buenos, tan llenos de espuma en la boca, tan fríos, sobre todos tan fríos y no tibiecitos como su padre, que también murió pobre.

Entre las calles de la Lima ingrata me enterraré, ¡coño!, moriré como Vallejo, no sé si un jueves, pero en Paris, no sé si con aguacero, pero en Paris, no sé si llamándome Vallejo, pero en Paris.

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