martes, 6 de abril de 2010

La ciudad que se llamaba miseria -Parte I


S
obre las luces de neón se peinaban las enredaderas con el viento, mientras el vino barato se metía en la boca de los viejos los niños corrían atrás de un coche con la pequeña ilusión de colgarse ojalá, algunas cuadras. Un caño antiguo a mitad de la cuadra mojaba a todos en febrero, era ese espacio tan reducido a casi nada el más grande momento que entre risas y chapoteos todos compartían. Recuerdo que limpiábamos la calle entera cuando se olvidaban de pasar las mujeres verdes de la callecita más gris de toda Lima a la nuestra. Un callejón que años atrás fue una calle y que ahora tenía una pared de ladrillos naranjas a la mitad, para separar distritos, según se sabía. Éramos pobres, muy pobres, tan pobres que hasta las migajas se vendían como finos panes, tan terriblemente pobres que hasta los perros en los basurales, alimentaban su hambre mejor que los niños de aquí. Era julio y recuerdo cuando en casa se levantó la única bandera rojiblanca y la única también, que desapareció más rápido que ninguna bandera en ese lugar. Se la llevaron, seguramente como decía papá, un hombre que amaba a su Nación, posiblemente fue así. Aunque a veces me gusta pensar que fue para cubrir del frío a algún pordiosero que era incluso, más pobre que nosotros.

El pan, comprendí, era el alimento más puro del hombre, pero aquí no cualquier pan lo era, no, el pan duro, era el pan duro el alimento más puro de los hombres de este barrio. Los sábados solíamos jugar con la pelota de trapo que la hermanita de José cosió, le costaron dos polos y ciertas cosas que jamás usaría el pobre, y qué bien que le quedó la pelotita, y que tan hecha mierda quedaba la pelotita luego de nadar en la pequeña canchita improvisada en plena vía, la pelotita de trapo más sucia de la ciudad era el tesoro que todos adorábamos, cada sábado claro, porque en días de semana como los gallinazos sin plumas del cuento de Ribeyro nos aventurábamos y aprendíamos a volar. Quizá en otros tiempos la basura era un gran lugar donde encontrar cosas valiosas, o medio valiosas, pero hoy por hoy, solamente quedan restos de nada, restos vacíos de nada.

Llegó abril del siguiente año y cayó enfermo mi padre, dos semanas después menos dos días murió de la más terrible manera. Jamás vi a un hombre retorcerse tanto de dolor, jamás escuché que algún hombre fuese capaz de propagar tan extensos gritos, jamás imaginé siquiera, que ese hombre tan fuerte, esa noche en la cual me dijo balbuceando: Hijo mío, ¿Sabes qué es lo mejor que puedes hacer ante la pobreza?, no... Le dije con la cabeza... Ignorarla... cerraría los ojos para no abrirlos jamás; aunque ese jamás haya durado sólo dos días, sí, dos días solamente porque al segundo día revivió y le ganó a Jesús la carrera, pensé con gracia, pero dos días luego sí que cerró los ojos, y tanto los cerró que nunca más los abrió. Pobre padre por compararlo con Jesús volví a pensar aunque esta vez sin la gracia pasada.

Era el año de los seiscientos mil turistas cuando vi como le quitaron todo a dos gringos en plena vía mayor, les quitaron todo, todito, hasta las melenotas largas y rubias, como su peso en oro las vendieron, porque las pelucas de cabello natural en este país cuestan una fortuna, y es que la gente en mi barrio necesitaba tanto esa cosa llamada fortuna que algunos no detenían daños al buscarse la comida, al ganarse la vida. Pobres gringos, pobre pareja de gringos, tan amantes del Perú, de la Lima más gris de todas las Limas, amantes hasta de sus veredas agrietadas, hasta de sus esquinitas llenas de gente de mierda, hasta adoraban a sus ladrones aún más de mierda, porque les dejaron sus pasaportes con la gracia de dios, y que contentos estaban ellos, porque perder el pasaporte era como perder el alma. Gringos de mierda, perdidos en esta ciudad de mierda, robados en esta ciudad de mierda, angelitos desnudos, hermosos angelitos desnudos, preciosos angelitos desnudos y de mierda.

Pronto la segunda parte.

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